20130208

Los fotógrafos


No hay mejor poeta que un fotógrafo. De la misma manera, los mejores fotógrafos no pueden ser sino poetas. No desconozco que los medios empleados por uno y otro no son sólo distintos sino antagónicos, pero sostengo mi postura. Porque el mejor poeta y el mejor fotógrafo comulgan con el mismo ideal: encontrar lo sublime en –o a través de– lo cotidiano. 

Ambos cuentan con el mismo barro para confeccionar su obra suprema; ambos buscan –por decirlo de otro modo– la epifanía de un mismo fenómeno: la vida humana.
Un ejemplo: cualquier azotea con crepúsculo y golondrinas, con haces de luz intercalados entre las nubes; una botella de buen vino y una mujer, pueden contener instantes irrepetibles, poseedores de tal fuerza estética que avasallan... Pero es necesario, imprescindible, que alguien lo presencie.
Envidio al fotógrafo porque puede levantar la cámara, ajustar el lente y así nomás, con un botón, fijar el instante. Pero admiro al poeta porque esa azotea, esa mujer; las golondrinas y los haces de luz, pueden ser inalienablemente suyos.
Sin embargo, ambos me causan lástima. Uno, porque deja de vivir la escena por captarla en la película; el otro, porque será doloroso descubrir que, al fin y al cabo, hay revelaciones personales, confidencialísimas, que se niegan a la tinta y el papel.
Prefiero al poeta. Quizá porque tengo tendencias masoquistas, o porque, también afecto a la palabra, es más natural la simpatía. Pero no dejo de admirar al fotógrafo, porque tiene su vista adiestrada a detectar la belleza en las imágenes cotidianas. Por esto no me extrañó descubrir que Juan Rulfo era tan buen fotógrafo, ni que sus relatos sean irremediablemente poéticos: le fue dada la gracia de resolver y asumir esa dicotomía intrínseca que aqueja a quienes acechan lo sublime en lo cotidiano, quizá porque supo escapar del poema o porque centró su vida en otros objetivos; quizá –es lo más probable– porque supo establecer una dilatada y prudente distancia entre el artista de la cámara y el de la palabra.
Lo interesante es que supo atrapar la belleza en sus fotografías lo mismo que con el lenguaje verbal –dos maneras de su grito apacible, casi susurro; deseo del silencio–, y más aún, que nadie ha sabido hasta hoy –al menos, que a mi vez yo lo sepa– de algún conflicto psicológico entre el fotógrafo y el escritor... Lo que demuestra, a fin de cuentas, que uno y otro cuentan con la misma argamasa para moldear sus obras, igual que Dios extrajo del caos al Universo, y del universo a "su imagen y semejanza".
Por mi parte, es imposible describir cuánto deseo tener una cámara en las manos para aprehender el crepúsculo de este parque donde hoy escribo.



De la columna «El Diario Mundo», 1998.


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