20090808

¡Siempre listo!


Fueron los días extraños. Ahora nebulosos, esos sábados de jugar al «bulldog», actuar como los animales de una historia exótica y ponerse una gorra verde con rayas amarillas, fueron durante varios meses la razón de ser de las semanas.

El gordo librito de portada acremada con un lobezno sonriente, llegó a ser más importante e insondable que el evangeliario de bolsillo para la clase de religión.
Esas horas estaban tan fuera de la realidad, que eran como ir instantáneamente a otro país, un mundo aparte, y se jugaba a ser otro con tanto ahínco, que el juego se tornaba más real e importante que la misma vida y era casi doloroso volver a lo ordinario, nomás llegando el ocaso.
Después de todo, ¿qué tiene qué hacer un niño de la ciudad entre yerbas crecidas, trepando cuerdas o con un cordel en las manos, aprendiendo nudos de nombre extraño y aplicación más extraña aún? ¿Cuál era el propósito de meterse en unas medias azules con motas amarillas, un pantalón corto y una pañoleta al cuello de colores tan conspicuos como los de esa gorrita graciosa, y pasar con ese atuendo ante toda la chiquillería del barrio?
Lo más extraño de todo, y al cabo el propósito principal, era saberse único entre los condiscípulos y los vecinos toda la semana; miembro de una clase aparte las tardes de los sábados: la de quienes conocen los secretos de «La Manada», los que se fijan ideales y deberes mientras los demás sólo dejan pasar los días.
Y lo mejor eran las historias: no sólo la del niño de la selva y sus compañeros animales; también la de otro niño, éste, hijo asimismo de la ciudad, que se sobrepuso a la orfandad y los rigores de la escuela, un ser superdotado capaz de aprenderlo todo por sí mismo, que descubrió los secretos de la vida en el campo y los aprovechó para hacerse una meteórica carrera militar, ganando méritos y títulos sólo mediante su ingenio. Uno se sentía heroico sólo de escuchar esos relatos, se sometía al ridículo ante pares y parientes por llevar ese uniforme anacrónico y llamar a las cosas cotidianas con nombres raros, de llevar un animal por sobrenombre; si era el precio de ser, al menos aspirar a ser, como ésos y otros personajes con que la imaginación dejaba el suelo.
A veces dolía esa perseverancia. El escarnio de los seres más amados era difícil de sobrellevar y perdonar. No bastaba con un «ya verás lo que seré capaz de hacer»; ellos exigían saber por qué usar esos medios tan lejanos a la realidad, si el propósito era ser apto para lidiar, precisamente, con el mundo real, y un mocoso no podía contestar –tal vez ni ahora, cuando la adultez desdibuja todo eso– por qué eran importantes las motas amarillas, las fábulas, la protesta de lealtad repetida todas las noches en la intimidad de las oraciones; proclamada de viva voz  todos los sábados, en la fraternidad del grupo: «Prometo hacer siempre lo mejor para cumplir mis deberes hacia Dios y la Patria...»


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Sabiduría Pentathlónica