20090820

Los días del rigor


Atribuyo mi rápido ascenso en el PDMU, en mucho, a los años que pertenecí a la banda de guerra escolar... El capitán O’Hara no se andaba por las ramas ni tenía consideraciones con esos niños de colegio religioso.

Tras los oscurísimos lentes de piloto que jamás se quitó, y bajo la impecable moscova verde oscuro, había una mente rigurosa, exacta, con un sentido del tiempo y el tono digno de un director de orquesta, además de una rivalidad acendrada con el instructor –civil– y la banda –mejor pertrechada– de un colegio hermano.
O’Hara nos enseñó como nadie más qué es el sentido del deber, el valor de la puntualidad, del cumplimiento inmediato y perfecto de las órdenes.
Yo no tuve tantos problemas como otros, excepto por la puntualidad, gracias a mi experiencia en el grupo scout y teniendo en la familia un tío pentathleta a quien veía trabajar con su tropa más de lo deseable; aun así, pasaron muy pocas semanas de escoleta antes que perdiera la cuenta de las sentadillas con el tambor sostenido frente al pecho o sobre la cabeza; las veces que subí y bajé a paso veloz todas las escaleras de la escuela con «el arma» a cuestas; las lagartijas y los «permiso para incorporarme, mi capitán» después de cumplir los correctivos.
Simplemente, mi madre no toleraba verme ocioso. Cuando se acabó «la manada», renuente a inscribirme en un grupo aún más lejos del barrio, y decidida a no transigir con mi tío, sufriendo bajo su autoridad –moral y formal– los extremos de «El Penta» –cosa que tampoco a mí me atrajo nunca–, la banda de guerra fue lo único a mano para llenar mis tardes y no dejar que se me oxidara el sentido de la responsabilidad; seguramente bajo el influjo del Padre Primitivo, el prefecto, que quién sabe por qué me tendría un afecto casi paterno, a veces bastante hostigoso, aunque ahora se lo agradezco.
Creo que O’Hara quería deshacerse de mí; flaco, chaparro y ciego, no daba una imagen muy «de fibra» ahí encuadrado. No sé si sean figuraciones o verdad, ni si mis compañeros sintieran lo mismo, pero me cobró caro pertenecer a la banda, y hasta que la dejó, creo que por su salud, no pudo hacer más que cobrarme retardos con sudor, ante la rapidez y exactitud con que yo aprendía a tocar las marchas y los pasos, la corrección con que me mantenía en las posturas a pie firme, la casi absoluta ausencia de errores en mis giros y evoluciones. Me parece que terminamos aficionándonos a pulsar uno al otro, pues si cada vez me exigía más, yo también esperaba con mayor entusiasmo las escoletas.
La única ocasión en que estuvo a un pelo de doblarme, fue cuando me sancionó cambiándome del tambor a la corneta, en vísperas del máximo festival escolar, sabiendo bien que nunca supe ni pude –ni puedo hasta hoy– con ese instrumento. Tuve que agarrar una chatarra de la «armería» (el salón de las colchonetas, balones e instrumentos de la banda) y limpiarla lo mejor posible, robándole horas al sueño; compré una boquilla de bronce (creo que mi madre aún la conserva junto a mis «trofeos») y de veras que me empeñé en sacar de ese tubo de latón las siete notas que me sabía de memoria, y las combinaciones de éstas que hacen todo toque de corneta existe en este país, sean órdenes, marchas o pasos, que también me sabía al dedillo pero sólo en teoría, porque nunca le saqué al instrumento algo que no sonara a pedos... Lo que no pudo el capitán a fuerza de rigor, por poco lo logra mi propia frustración.
Pasado el trago amargo, del que saqué provecho como fuera, el militar y yo continuamos nuestra relación de amor-odio donde la habíamos dejado: él en quererme quebrar y yo en hacerme más correoso.
Honestamente reconozco que el uniforme y porte del bandero me daban más reconocimiento y respeto que los de «lobato», incluso en la familia, así que el precio me parecía, también, mucho más justo; tanto así, que cuando llegó el instructor rival para suplir a O’Hara, la banda se volvió algo tan corriente, tan barato, que llanamente deserté.
Después de la banda de guerra, no volví a saber más del orden cerrado, pasos redoblados ni veloces; taos ni plaos, ni porté otro uniforme que el ordinario de los lunes, hasta que mis hijos me metieron al PDMU. No es que quedara «vacunado», sólo estaba ahíto.
Un buen día apareció mi moscova azul de bandero, junto con la gorrita graciosa de lobato, entre los juguetes de mis primos «del rancho», voltereteando en el barbecho. Se me estrujó el corazón, y con perdón de mi madre, fue más por lo que había vivido en la banda de guerra que por los aprendizajes de la «manada», aunque fueron muchos y cada día de mi vida han sido útiles.
Después de un suspiro y un par de lagrimillas dije adiós a esas prendas y todo lo que habían significado, pensando que sería para siempre.


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Sabiduría Pentathlónica