20090831

La Roma


En el hotel Parque Ensenada –ahora, Stanza– he vivido noches que van de la guarapeta hasta el sueño más pesado y reparador, con una estancia de por medio horriblemente solitaria, cuando vivía en depresión.

Enfrente, en el tianguis dominical del Parque Pushkin, probé la pancita y el consomé del Centro del país, firmando divorcio irrevocable con el menudo del Occidente; once años después, ahí mismo le compramos a Inés unos calcetines de dibujos animados y ligas para el cabello que fueron sus favoritos mientras duraron.
Además del Centro Histórico y los alrededores del Monumento a la Revolución, Roma es la única colonia que conozco en la ciudad de México, junto con algunas calles de la Juárez y la Condesa, que en mi memoria son una misma con ella. Salvo en 1993, cuando conmemoré el Dos de Octubre en Tlatelolco, una confusa visita en 2001 y otra en mi infancia que no recuerdo, siempre me quedo en el Ensenada-Stanza para recorrer estas calles que me enseñó a amar José Emilio Pacheco antes de conocerlas, o cuando menos paso por ellas, como en la amanecida de julio 9 de 2008.
Sé que no tienen nada de particular; en Guadalajara hay muchas del mismo estilo y hasta más hermosas, pero Las batallas en el desierto me enamoró de ellas.
Cuando el Diplomado de Literatura Regional me llevó a la Casa del Poeta López Velarde y, por primera vez, al hotel de Morelia y Obregón, mi vínculo «espiritual» con la Roma se materializó. Al contrario de las relaciones románticas, que se banalizan después de conquistar a la persona deseada, cada caminata sin rumbo, cada extravío por una vuelta equivocada y cada recorrido planeado, me entregan un nuevo descubrimiento, una sorpresa o milagro; expresiones inusitadas de la colonia o su gente; remansos para la vista, el oído, el espíritu o todo junto.


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