20090821

Jueves negro


La cama se sacudía tanto, que golpeaba la pared. Sabía que era tarde, mi abuela ya me había hablado varias veces, así que –supuse– seguramente sería mi tío Juan haciéndome una trastada. 

«...Y fue nuestra herencia
una red de agujeros».
Anónimo, de 
La visión de los vencidos

Cuando me levanté para detenerlo, vi que estaba profundamente dormido. Entonces me di cuenta: temblaba, con una violencia como nunca antes ni después la he sentido. Cuando mi abuela y mi madre gritaban aterradas, yo ya lo había descobijado, jalado y hasta pateado, gritándole «está temblando, córrele, esto se va a caer». Alguien entró al cuarto y me sacó; no supe cómo, ya estábamos parados todos, hasta el otro tío que teníamos de visita con toda su familia –menos Juan, por supuesto–, en el marco de la puerta del departamento, e igual los vecinos de enfrente.
Nadie nos había enseñado que ése era un lugar seguro, simplemente alguien gritó que el marco de las puertas es muy resistente, y hacia allá fuimos todos, dando traspiés.
Los segundos que duró el temblor son los más largos que haya experimentado. Mi madre encajaba las uñas en mis hombros, luego en los de mi abuela, después en el marco de la puerta, sin decidirse qué vida proteger, y nos aferrábamos a mi abuela para evitar que se regresara por Juan. Mientras, las mujeres de las casas vecinas y la propia recordaban tener fe y comenzaban a balbucir oraciones y ruegos, que poco a poco coincidían en una misma plegaria a lo largo y ancho de los edificios, entre gritos de terror y llantos.
Luego, en la escuela, a donde la mayoría llegó tarde, circulaban chismes y rumores de que se había derrumbado la ciudad de México; otros decían que Ciudad Guzmán –entonces nadie la llamaba Zapotlán; de hecho, muchos ni sabíamos que existiera–, y el maestro Escalante nos hizo poner de pie junto a los pupitres como todas las mañanas, pero en vez de repetir los rezos de siempre, oró pidiendo a Dios misericordia para las víctimas de la desgracia y para todos, porque a esa hora no se sabía nada cierto sobre la dimensión del desastre.
A media mañana nos despejó las dudas el Padre Primitivo, quien pasó por los salones difundiendo las noticias y para pedirnos la donación de agua, alimentos, ropa y cobijas. Nunca vi al profesor ni al presbítero tan desolados, ni cuando al maestro se le volcó su Combi llena de niños, unos meses después, y un chiquillo murió aplastado casi ante sus ojos.
Las imágenes de la televisión, ya en la tarde y durante los días que siguieron, mostraban un amasijo de fisonomías y atuendos hurgando entre los escombros de la capital, todos los rostros empolvados y angustiados: scouts de pañoletas variopintas levantaban vigas o llevaban camillas codo a codo con pentathletas de gris, olvidada la eterna rivalidad; al tenor Plácido Domingo se le veían los surcos de las lágrimas mientras buscaba desesperadamente a su tía entre los escombros de Tlatelolco; rubicundos rescatistas extranjeros compartían la torta con chilangos bajitos y morenos, cuando no cargaban juntos carretillas de cascajo...
El mundo como lo conocíamos había cambiado en un minuto. El suelo ya no era una superficie firme, inamovible: durante meses caminamos, dormimos y comimos con miedo, sobresaltados con la vibración que producía el paso de los camiones; vivíamos en la absoluta extrañeza, como si nos hubieran trasplantado a otro país.
Esa sensación de angustia y ajenidad me ha poseído sólo en dos ocasiones, después del 19 de septiembre de 1985: cuando voló el drenaje de Guadalajara el 22 de abril de 1992, y cuando vi caer las Torres Gemelas de Nueva York, en el aula audiovisual de una preparatoria queretana, el 11 de septiembre de 2001. Creo que no es casualidad.


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