20090821

Basquetbol


Nunca fui un estudiante sobresaliente, de cuadros de honor, escolta y recitar versos babosos en el festival de las madres. Nunca me gustó llamar así la atención de los demás. Tampoco soy del tipo deportista, y menos si se trata de equipos. Yo era eminentemente intelectual y solitario; mis logros y satisfacciones eran egoístas.

Las comparaciones me desagradan, así que no me exponía a ser juzgado, y menos a ser usado como ejemplo: mis calificaciones no bajaban de 8 y raramente pasaban de 9.5; en educación física nunca me quedaba al último y, si la práctica sería en deportes de equipo, libraba la parte técnica y a la hora de los ejercicios pedía la banca.
Sin embargo, en los últimos años de la primaria fui devoto practicante del basquetbol; me atrajo, primero, que es un deporte de equipos pequeños; segundo, que la práctica era fuera de clases; de hecho, iniciaba justo después de la escoleta, y por lo mismo no era uno más entre la masa de mis condiscípulos: el entrenador se daba tiempo para trabajar con mis capacidades y limitaciones, así que en vez de obstinarse en que yo alcanzara un porcentaje de anotación que estaba literalmente muy por encima de mi estatura, o en pararme junto a la canasta como defensa para que me molieran los huesos, me puso en la media cancha, donde me especialicé en pases bajos y robar bolas a los anotadores que –son la mayoría– desde su propia zona defensiva se preocupaban más por llegar a mi canasta que por conservar el balón.
La posición de pasador era realmente agradable para mí. Tenía al equipo en la mano, lo que satisfacía mucho el ego –mi desempeño no se medía respecto al de otros, pero una decisión mía los afectaba irreversiblemente–, y a la vez me mantenía lejos del protagonismo público, que es muy reconfortante para los anotadores cuando se gana el partido, pero es inmisericorde en las derrotas.
En el equipo de basquetbol conocí la diferencia entre la adulación anónima y la felicitación sincera de los compañeros; entre la mala leche de la masa convertida en público y la reconvención bien intencionada del entrenador. También –eso no me lo supieron dar «la manada» ni la banda de guerra– el sentido de la responsabilidad personal en una tarea colectiva: si ahora como instructor del PDMU puedo decir a algún muchacho «lo que usted haga le puede costar la vida a todo su pelotón, o salvársela», es porque lo aprendí botando el balón anaranjado.


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