20090818

70 años del PDMU en Jalisco


Se dice fácil, pero son más de 3 mil 600 domingos de madrugar, en distintos puntos de la zona metropolitana de Guadalajara, y de todo Jalisco, con la preocupación de sacar adelante un grupo de muchachos; con la responsabilidad enorme de enseñarlos no sólo a defenderse de amenazas físicas o intangibles, a reconocer y traspasar sus límites, sino a autocontrolarse, ser corteses y cumplir con los deberes adquiridos en todos los órdenes de sus vidas; de llevarlos al filo del peligro para que sepan reconocerlo, y sostenerlos para que no se despeñen.

Por eso el brindis que tuvimos anoche, en el patio del Palacio Municipal de Guadalajara, no me supo tanto a una celebración del triunfo –y lo fue– como a una libación sacrificial, y de alguna manera lo expresé cuando fue mi turno de alzar el vaso frente a la concurrencia: son 70 años de contar con instructores que se sobreponen a sus propios temores y limitaciones para entregarse enteros, lo que son y lo que saben, a los muchachos; conscientes de los riesgos morales, físicos o sociales que pueden enfrentar, por sí mismos o en las jornadas de instrucción, enseñándoles cómo detectarlos a tiempo, evitarlos o, de plano, enfrentarlos y vencerlos.
Muchos de los que estamos ahí no llegamos, ni permanecimos inicialmente, por nuestra voluntad. Aguantamos la doma de nuestra soberbia, la exigencia física y disciplinaria más allá del límite, porque mami, papi o quien fuera no nos daba otra opción. Fueron los mandos e instructores quienes nos mostraron por qué valía la pena; por ellos nos enamoramos del ideal que persigue la institución y de sus métodos, empeñándonos tanto en ellos, que un día nos vimos no entre la tropa sino frente a ella, domeñando la soberbia, la abulia y debilidad de los reclutas, la temeridad de los cadetes, las discrepancias de opinión entre los iguales.
Para mí, 70 años de existencia institucional (71 para el PDMU en el país) no se deben a los miles o millones de personas que hayan pasado por ella, porque así como contamos muchos personajes ejemplares que han intervenido para bien en todos los órdenes de la vida pública nacional y local, hay diez veces más egresados anónimos que reservan lo aprendido para su vida privada, lo cual de todos modos no está mal, y diez veces más que éstos, anónimos desertores a quienes no les aprovecha lo mínimo su paso por la institución. Esa permanencia se debe a los pocos cientos de miembros que perseveran, se comprometen y transmiten a otros su amor a los postulados y medios de la institución.
En términos humanos, es una vida completa. Eso me sobrecoge. Hablamos de cuatro o más generaciones que han pasado por aquí. En mi familia somos ya tres, comenzando por mi tío Martín de la Rosa y rematando –de momento– con mis hijos. Por ellos, salud.




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